domingo, 7 de abril de 2013

Los Padres y Doctores de la Iglesia

 
Se habla de la importancia del magisterio ordinario y universal de la Iglesia como órgano de la tradición viviente en continuidad con la predicación apostólica. De este magisterio los Padres son testigos privilegiados. Obispos y doctores de los primeros siglos predicaron la fe, la defendieron frecuentemente al precio de su sangre contra el paganismo o la herejía y se esforzaron por darle su expresión racional. Individualmente considerados cada uno de ellos no tiene más valor que el de un testigo aislado, al cual la Iglesia, por lo demás, podrá reconocer una autoridad excepcional como en el caso de un San Atanasio, San Basilio, San Cirilo o San Agustín. Pero su testimonio unánime (se entiende unanimidad moral) representa lo que en cada época constituyó la fe común de la Iglesia «lo que fue creído en todas partes, siempre, por todos», dirá en el siglo v San Vicente de Lerins (Conmonitorio, lI, 6); testimonio tanto mas significativo y autorizado cuanto es más antiguo y representa, como en su fuente, la fe y tradición cristiana. Trataremos de dar aquí una visión de conjunto de la literatura patrística, desde sus orígenes hasta el siglo VIII, al mismo tiempo que del desarrollo del dogma cristiano en sus líneas esenciales, para que el lector esté en condiciones de situar históricamente a los Padres cuyos nombres aparecen a lo largo de la obra y reconocer, al mismo tiempo, la aportación de cada uno de ellos al tesoro común de la fe.

I. - LOS PADRES APOSTÓLICOS (siglos I y lI)
 
Desde el siglo XVII se conoce con este nombre un grupo bastante determinado de autores, de los cuales, al menos los más antiguos, son contemporáneos del fin de la edad apostólica. Sus obras, escritos de circunstancias, sin preocupación teológica o literaria, son el testimonio más precioso de la fe y de la vida de las primeras generaciones cristianas. 
 
SAN CLEMENTE ROMANO, tercer sucesor de San Pedro, escribió hacia el año 96 una carta a la Iglesia de Corinto, agitada por el cisma. Es una exhortación serena y vigorosa a la paz y a la concordia, a la sumisión a la jerarquía y, al mismo tiempo, un documento de la caridad que une a las Iglesias, de la constitución jerárquica de la Iglesia (obispos, presbíteros, diáconos), y un índice de la autoridad de la Iglesia de Roma. Una larga oración de acción de gracias (cap. 59-61) constituye un ejemplo de la oración litúrgica del siglo I, todavía muy afín a la oración de la sinagoga. El escrito llamado segunda epístola de Clemente a los corintios es una homilía (romana) que data del año 150, poco más o menos.
 
SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, martirizado en Roma hacia el año 110, había escrito siete cartas a distintas Iglesias de Asia y a la Iglesia de Roma. Estas cartas, eco de un alma apasionada por Cristo y sedienta del martirio, son quizá el documento más precioso de la antigua literatura cristiana. «Contienen —dice San Policarpo— la fe y la paciencia y toda edificación que se apoye en Nuestro Señor.» Nos suministran una referencia completa acerca de la creencia y de la vida de la Iglesia en los primeros años del siglo II, ya sobre la fe en Cristo, en su doble naturaleza, en su nacimiento virginal, ya sobre la Iglesia y su jerarquía (episcopado monárquico), sobre el bautismo y la Eucaristía, sobre la tradición y la autoridad de la Escritura, sobre la reacción ante las herejías nacientes, finalmente, sobre la Iglesia romana.
 
Se vincula también a los Padres Apostólicos el Pastor, obra de Hermas, fiel romano de la mitad del siglo II. Las visiones (de la Iglesia, del ángel de la penitencia) y las parábolas contenidas en esta obra obligan a encuadrarla en el género literario de los Apocalipsis. Posee una cristología todavía muy rudimentaria, pero es un eco interesante de las preocupaciones morales de la comunidad cristiana y un documento de los más importantes acerca del problema de la penitencia, que se ofrece al pecador como posibilidad de perdón, según él, una sola vez después del bautismo.
 
La Doctrina de los doce Apóstoles, DIDAJE, fue considerada durante mucho tiempo como el texto cristiano más antiguo, después de las Escrituras canónicas. La tendencia actual es de colocarla cuanto más hacia el año 150 (dependería de la Epístola apócrifa de BERNABÉ, que se remonta a la época de Adriano, 115-130), e, incluso, algunos la retrasan hasta principios del siglo III. Su autor, desconocido (¿sirio, egipcio?) pudo, por lo demás, hacer uso de documentos anteriores; las oraciones en ella conservadas (cuyo carácter propiamente eucarístico no ha sido plenamente demostrado) son conmovedoras y han sido adoptadas en las liturgias posteriores (anáfora de Serapión, Egipto, s. IV).

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