La pintura de los expresionistas y el arte abstracto están llamados, en cambio, a expresar las emociones del pintor, emociones que cambian y transforman las proporciones de los acontecimientos y de las cosas y las relaciones del color entre unos y otras, deforman las cosas hasta que no se reconocen o bien prescinden del todo de sus imágenes. Pero también en este caso los distintos experimentos del colorido y el modelado no llevan a los espectadores a otro mundo, a otro espacio y época, a diferentes valores.
Esta
misión en la historia de la cultura humana le ha tocado en suerte a los iconos.
Estos no representan, sino que constituyen propiamente otro mundo. Y lo hacen
con medios de representación especiales, encontrados en el transcurso de muchos
siglos.
También el color de los iconos desempeña un papel
significativo: el de un lenguaje simbólico que debe expresar, no el color de las
cosas, sino su luminosidad y la de los rostros humanos, iluminadas por una luz
cuya fuente se encuentra fuera de nuestro mundo físico. Los espacios dorados de
los iconos encarnan esta luz no terrestre, y el fondo dorado simboliza el
espacio que “no es de este mundo”. En los iconos no hay sombras, porque en el
reino de Dios todo está lleno de luz.
Los iconos tampoco pueden examinarse como si fueran
cuadros. En ellos no sólo no se encuentra el espacio habitual, sino que tampoco
existen acontecimientos vinculados con las relaciones naturales de causa y
efecto. El icono es una ventana abierta a un mundo de otra naturaleza, pero esta
ventana se abre sólo para quienes poseen una visión espiritual.
Para poder aproximarse a la comprensión de los iconos es
preciso verlos con los ojos del creyente, para el cual Dios es una realidad
indudable. Una realidad omnipresente que subyace detrás de todo acontecimiento,
un invisible espectador y juez de cuya mirada ya no puede esconderse en ninguna
parte.
Los cánones y métodos de creación de los iconos se han
formado en el transcurso de muchos siglos, incluso antes de que se interesaran
por ellos en la antigua Rus (como la conocían sus habitantes). Las tradiciones
de la iconografía llegaron a la antigua Rus al mismo tiempo en que se aceptó el
cristianismo de Bizancio a finales del siglo X.
El arte bizantino de aquella época tenía carácter religioso
y estaba sometido a cánones severos. La regulación de la iconografía era
resultado de largas discusiones y luchas, unidas a la iconoclasia. Una de las
más importantes causas de la iconoclasia se encontraba en la presión ideológica
y militar que ejercían los musulmanes sobre el imperio bizantino. En el Islam,
la prohibición de venerar ídolos (entre los que los musulmanes incluían también
la cruz y los iconos) llegó a ser absoluta.
En el año 730, el emperador bizantino León III prohibió el
culto de los iconos. Antes de ser emperador, había trabajado mucho en las
provincias orientales del Imperio y se encontraba bajo la influencia de los
obispos de Asia Menor, los cuales, influidos a su vez por el Islam, pretendían
purificar la religión cristiana de todo elemento material, sensual y no
espiritual. Muchos iconos, mosaicos y frescos fueron destruidos. Pero la
veneración de los iconos no se detuvo, más bien continuaba aunque sus seguidores
eran cruelmente perseguidos.
El culto de los iconos fue readmitido de forma temporal en
el año 787 en el VII Concilio Ecuménico, y definitivamente en 843.
Uno de los defensores autorizados de la veneración de los
iconos fue uno de los más grandes teólogos y políticos: Juan Damasceno
(675-alrededor de 750), cuyos argumentos ejercieron influencia en las decisiones
del VII Concilio Ecuménico. Juan Damasceno enseñaba que la prohibición del
Antiguo Testamento acerca de hacer imágenes de Dios tenía un carácter temporal:
“En la entigüedad, nadie hacía imágenes de Dios. Pero ahora, después de que Dios
se ha manifestado en la carne y ha vivido en medio de los hombres, hacemos
imágenes del Dios visible. No hago la imagen de la Divinidad invisible: hago la
imagen del cuerpo de Dios que he visto...”. Juan Damasceno escribió que Dios
había venido para los hombres en su Hijo Jesúcristo, que entra en el mundo de
los hombres y acepta el cuerpo humano: “porque teníamos necesidad de lo que es
semejante a nosotros”.
Lo visible no transmite la esencia del Dios inconcebible.
Pero, igual que el cuerpo tiene su sombra, también cada original tiene su copia:
“el icono es recuerdo”. Y como la Sagrada Escritura es una representación
verbal, una imagen de la historia sagrada, también los iconos son representación
suya, pero no verbal, sino hecha con los toques del pincel y con los
colores.
Por eso el icono –imagen– no es una copia de lo que se
representa, sino el símbolo con cuya ayuda podemos alcanzar la comprensión de lo
Divino. El icono desempeña el papel de mistico mediador entre el mundo terrestre
y el celeste. Así se ha delimitado el sentido de la iconografía.
El VII Concilio Ecuménico exige a los pintores de iconos,
durante el proceso de pintura de la imagen, que sigan estrictamente los cánones
de la iconografía, los cuales regulan tanto el carácter como el modo de
representación de las escenas religiosas y las personas de los santos. Se
explica así el hecho de que los iconos son portadores y conservadores de la
tradición eclesial. Por ello, la infracción del canon iconográfico y la
deformación de la tradición se consideran herejías.
Los iconos
están hechos de símbolos y también de letras, con las cuales se puede escribir
el texto sagrado. Puede leer y comprender este texto sólo quien conoce las
“letras” de este alfabeto.
La recopilación de todos los iconos canónicos constituye
por sí misma la plenitud de la enseñanza ortodoxa. “Si se te acerca un pagano,
diciendo: Muéstrame tu fe, lo llevarás a la iglesia y lo pondrás delante de
varios tipos de imágenes sagradas”.
El icono es una representación sinóptica de la Sagrada
Escritura. Y para que permaneciera inmutable, se creaban y transmitían de un
autor a otro, de una generación a otra, los originales iconográficos, los
modelos. Durante la elaboración de estos modelos, los rostros de los santos
canonizados perdían sus trazos individuales y se transformaban en símbolos, es
decir, en signos de una espiritualidad sobrenatural.
Las decisiones del VII Concilio Ecuménico se dirigían a
todo el mundo cristiano. Pero el rey francés Carlos –el futuro emperador
Carlomagno–, competidor del emperador bizantino en aquel mundo medieval, no
aceptó estas decisiones (hecho que se convirtió en un motivo lógico de la
oposición de Occidente a Oriente).
Como respuesta a las decisiones del VII Concilio Ecuménico,
por iniciativa de Carlos se compilaron, en los años 790 a 794, los libros
carolingios, en los cuales se hacía constar que el objeto del culto sólo podía
ser Dios y de ningún modo los iconos. Estos podían utilizarse únicamente para
adornar los templos y con fines ilustrativos. Por esta razón, no se admitía la
canonización de las imágenes.
Así, en la Iglesia Occidental no existían modelos
iconográficos, y los pintores de la Europa Occidental podían dar su propia
interpretación de los temas veterotestamentarios y cristianos. Poco a poco, el
arte religioso de la Europa Occidental se aleja cada vez más de la iconografía y
crea lo que se llama cuadros de temas religiosos.
El significado de este proceso es enorme. La actividad del
pintor es siempre una búsqueda. Y esta búsqueda encuentra sus frutos: se
descubren la perspectiva lineal, los modos de representar el movimento y la
transmisión de las características del aire, entre otras cosas.
Los parroquianos, cuando venían al templo y se maravillaban
de imágenes que podemos llamar iconos, conocían estos descubrimientos y –sin
darse cuenta– aprendían. Este “aprendían” debe entenderse en sentido directo y
en serio, porque en aquella época la ciencia todavía no estaba separada del
arte, y muchos descubrimientos artísticos fueron embriones de las nacientes
ciencias.
En Bizancio y en los demás países ortodoxos la situación
del arte representativo era diferente. La iconografía canonizada y los dogmas de
la fe ortodoxa crearon un sistema de coordenadas que mostraban al hombre el
verdadero camino del mar en el cual debía navegar durante su vida. El pintor de
iconos no necesitaba la búsqueda de nuevos métodos de representación: ya
existían los principios de creación de imágenes adecuadas a la fe.
Al inicio del segundo milenio, la Europa Occidental y la
Oriental van hacia el futuro por caminos diferentes tanto en la cultura como en
el arte y la ciencia.
La recopilación de las imágenes canónicas que se había
realizado y los modelos iconográficos que se habían confirmado, han creado el
mundo de la iconografía ortodoxa, cuyas obras maestras refuerzan y purifican la
fe. De esta forma, ya plenamente delimitada, el arte iconográfico fue
transmitido por Bizancio al pueblo de la antigua Rus.
En Rusia, la iconografía ha encontrado una nueva patria. Los maestros iconográficos rusos no sólo han asimilado de los griegos la tradición del gran arte que estos crearon, sino que también la enriquecieron generosamente. Han dado a la iconografía la estética y el temperamento de un pueblo joven, apenas salido a la escena de la historia mundial. A diferencia de las pesadas y estáticas imágenes bizantinas, los iconos rusos resplandecen de colores luminosos y sonoros, de líneas difuminadas, pero llenas de fuerza y movimento. Los autores de la mayoría de los iconos rusos no son conocidos. Los iconos, al igual que las oraciones, son producto de la creatividad común y han sido cuidadosamente formados por muchas generaciones, como la talla de una piedra preciosa. El pintor de iconos, durante el proceso de pintar, crea sólo una reproducción nueva del original, se remonta al Prototipo. Pero un buen maestro también podía expresarse con difuminados delicadísimos. Tal icono-oración era un directo y personal modo de dirigirse a Dios, y por ello no tenía necesidad de llevar el nombre de la persona que lo creaba. Los mejores iconos de la antigua Rus están llenos de un profundo significado espiritual y, aunque representan el mismo tema, son sorprendentemente distintos, como distintas eran las personas que los pintaron.
La
canonización de la iconografía desempeñaba un doble papel: por una parte,
limitaba la libertad creativa del pintor de iconos y, por otra, encarnaba la
rica experiencia iconográfica, fruto de esfuerzos intelectuales y espirituales
de las generaciones pasadas. La iconografía era una obra creativa común, y cada
pintor aportaba su contribución a esta gran labor.
El arte eclesiástico puede considerarse sólo desde el punto de vista eclesiástico; tal comprensión no es posible sin conocer la enseñanza ortodoxa. Los iconos y el canto eclesial no pueden tratarse únicamente desde una óptica estética. Por sí mismos representan algo diferente del arte. Y se comprende por qué la Iglesia Ortodoxa Rusa insiste en recuperar los iconos milagrosos, conservados en museos. En un museo, el icono deja de ser icono. Tiene necesidad de toda la estructura de la vida eclesial: el templo, la liturgia, el lugar en el orden de los demás iconos y, sobre todo, los ojos de los fieles, para los cuales el icono es la ventana a otra realidad: la realidad del mundo divino.
El arte eclesiástico puede considerarse sólo desde el punto de vista eclesiástico; tal comprensión no es posible sin conocer la enseñanza ortodoxa. Los iconos y el canto eclesial no pueden tratarse únicamente desde una óptica estética. Por sí mismos representan algo diferente del arte. Y se comprende por qué la Iglesia Ortodoxa Rusa insiste en recuperar los iconos milagrosos, conservados en museos. En un museo, el icono deja de ser icono. Tiene necesidad de toda la estructura de la vida eclesial: el templo, la liturgia, el lugar en el orden de los demás iconos y, sobre todo, los ojos de los fieles, para los cuales el icono es la ventana a otra realidad: la realidad del mundo divino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario