La Cruz está ahí. La Cruz es el signo del hombre que con su cuerpo erguido y sus manos extendidas forma el signo de la cruz. En el madero reproduce este signo que está inscrito en el cuerpo del hombre y que quedará para siempre expresado en el nuevo Adán, en el Hombre nuevo, Cristo Crucificado, con una verticalidad que une el cielo y la tierra. Con los brazos abiertos para abrazar a todos los hombres. Los puntos cardinales de la plenitud del universo se unen en El, centro del cielo y de la tierra.
Un antiguo texto cristiano de finales del siglo II, la homilía pascual de un autor anónimo, canta así el misterio de la cruz gloriosa:
Este árbol de la cruz es mi salvación eterna:
él es mi alimento; él es mi delicia.
En sus raíces hundo mis raíces y crezco.
Por sus ramos me extiendo,
con su rocío me refresco;
su espíritu, como brisa acariciadora, me envuelve.
Me cobijo a su sombra, donde he plantado mi tienda,
y he encontrado en el estío un refrescante refugio.
Florezco con sus mismas flores,
me sacio libremente de sus frutos deliciosos,
destinados para mí desde el principio.
Este árbol es alimento para mi hambre,
manantial para mi sed,
vestido para mi desnudez,
pues sus hojas no son de higuera, sino espíritu de vida.
Este árbol es mi refugio cuando temo,
mi cayado cuando vacilo,
premio en el combate, trofeo en la victoria.
Este árbol es la senda angosta y la puerta estrecha,
la escala de Jacob, sendero de ángeles
en cuya cima Cristo mismo se ha apoyado.
Este árbol, de dimensiones celestiales,
se eleva desde la tierra hasta el cielo.
Es fundamento de todas las cosas,
pilar del universo,
punto de apoyo del mundo entero,
vínculo cósmico que mantiene en la unidad
la inestable naturaleza humana,
asegurada con los clavos invisibles del Espíritu,
para que unida a Dios no pueda jamás separarse.
Su parte superior llega hasta el cielo,
su parte inferior toca la tierra,
sus brazos abiertos sobre la inmensidad,
resisten al soplo de todos los vientos.
El era todo en todos, por doquier.
Y mientras llenaba de sí el universo entero,
se ha despojado de sus vestidos
para trabar batalla con las potencias del mal.
En el célebre himno de la Carta a los Filipenses, se contempla la cruz como el motivo de la mayor “exaltación” de Cristo: “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre”. También el Evangelio habla de la cruz como del momento en el que “el Hijo del hombre ha sino levantado para que todo el que crea tenga por Él vida eterna”.
Ha habido, en la historia, dos modos fundamentales de representar la cruz y el crucifijo. Los llamamos, por comodidad, el modo antiguo y el moderno. El modo antiguo, que se puede admirar en los mosaicos de las antiguas basílicas y en los crucifijos del arte románico, es glorioso, festivo, lleno de majestad. La cruz, frecuentemente sola, sin crucifijo, aparece constelada de gemas, proyectada en un cielo estrellado, y bajo ella la inscripción: “Salvación del mundo, salus mundi”, como en un célebre mosaico de Rávena.
En los crucifijos de madera del arte románico, este tipo de representación se expresa en el Cristo que reina con vestiduras reales y sacerdotales desde la cruz, con los ojos abiertos, la mirada al frente, sin sombra de sufrimiento, sino radiante de majestad y victoria, ya no coronado de espinas, sino de gemas. Es la traducción del versículo del salmo: “Dios reinó desde el madero”(regnavit a ligno Deus). Jesús hablaba de su cruz en estos mismos términos: como el momento de su “exaltación”: “Y yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32).
La forma moderna comienza con el arte gótico y se acentúa cada vez más, hasta convertirse en el modo ordinario de representar el crucifijo. Un ejemplo extremo es la crucifixión de Matthias Grünewald en el Altar de Isenheim. Las manos y los pies se retuercen como zarzas alrededor de los clavos, la cabeza agoniza bajo un haz de espinos, el cuerpo cubierto de llagas. Igualmente los crucifijos de Velázquez y de Dalí y de muchos otros pertenecen a este tipo.
Los dos modos evidencian un aspecto verdadero del misterio. La forma moderna -dramática, realista, desgarradora- representa la cruz vista, por así decirlo, por delante, “de cara”, en su cruda realidad, en el momento en que se muere en ella. La cruz como símbolo del mal, del sufrimiento del mundo y de la tremenda realidad de la muerte. La cruz se representa aquí “en sus causas”, esto es, en aquello que, habitualmente, la ocasiona: el odio, la maldad, la injusticia, el pecado.
El mundo antiguo evidenciaba no las causas, sino los efectos de la cruz; no aquello que produce la cruz, sino lo que es producido por la cruz: reconciliación, paz, gloria, seguridad, vida eterna. La cruz que Pablo define “gloria” u “honor” del creyente. La festividad del 14 de septiembre se llama “exaltación” de la cruz porque celebra precisamente este aspecto “exaltante” de la cruz.
Hay que unir, a la forma moderna de considerar la cruz, la antigua: redescubrir la cruz gloriosa. Si en el momento en que se experimentaba la prueba, podía ser útil pensar en Jesús clavado en la cruz entre dolores y espasmos, porque esto hacía que lo sintiéramos cercano a nuestro dolor, ahora hay que pensar en la cruz de otro modo. Me explico con un ejemplo. Hemos perdido recientemente a una persona querida, tal vez después de meses de gran sufrimiento. Pues bien: no hay que seguir pensando en ella como estaba en su lecho, en tal circunstancia, en tal otra, a qué punto se había reducido al final, qué hacía, qué decía, tal vez torturando mente y corazón, alimentando inútiles sentimientos de culpa. Todo esto ha terminado, ya no existe, es irreal; actuando así no hacemos más que prolongar el sufrimiento y conservarla artificialmente con vida.
Hay madres (no lo digo para juzgarlas, sino para ayudarlas) que después de haber acompañado durante años a un hijo en su calvario, cuando el Señor lo ha llamado consigo, rechazan vivir de otra forma. En casa todo debe permanecer como estaba en el momento de la muerte del hijo; todo debe hablar de él; visitas continuas al cementerio. Si hay otros niños en la familia, deben adaptarse a vivir también ellos en este clima tapizado de muerte, con grave perjuicio psicológico. Cada manifestación de alegría en casa les parece una profanación. Estas personas son las que necesitan más descubrir el sentido de la fiesta de la exaltación de la cruz. Ya no eres tú quien lleva la cruz, sino la cruz quien te lleva a ti; la cruz que no te aplasta, sino que te levanta.
Hay que pensar en la persona querida como es ahora que “todo ha terminado”. Así hacían con Jesús los artistas antiguos. Lo contemplaban como es ahora, como está: resucitado, glorioso, feliz, sereno, sentado en el mismo trono de Dios, con el Padre que ha “enjugado toda lágrima de sus ojos” y le ha dado “todo poder en los cielos y en la tierra”. Ya no entre los espasmos de la agonía y de la muerte. No digo que se pueda siempre dominar el propio corazón e impedir que sangre con el recuerdo de lo sucedido, pero hay que procurar que prevalezca la consideración de fe. Si no, ¿para qué sirve la fe?
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